Capítulo 9

 

—¿Dónde demonios has estado?

No era la mejor manera de empezar una conversación. Elias lo sabía, pero eran casi las diez de la noche. Tallie había desaparecido hacía horas.

Dyson y varias secretarias que seguían en la oficina cuando Elias había vuelto de dejar a Cristina y a su maldito Mark en un avión rumbo a las Bermudas le habían dicho que se había marchado a primera hora de la tarde con un hombre. Lo primero que Elias había pensado era que se trataría de Martin, pero las chicas le habían dicho que se trataba de un hombre de verdad, de un bombón de pelo moreno.

Nadie había sabido quién diablos era ese «bombón». Bien era cierto que eso no era asunto suyo; Tallie tenía derecho a irse con quien quisiese, pero no en mitad del día, cuando se suponía que debía estar trabajando. Si no iba a hacer su trabajo, más le valía marcharse y dejar que lo hicieran otros.

La había llamado una y mil veces, tanto a casa como al móvil, pero no había conseguido dar con ella y había empezado a preocuparse. Había sido la preocupación lo que le había impulsado a ir a su apartamento, sólo para asegurarse de que estaba bien y no había sido atacada por ese tipo de pelo negro.

Pero tampoco la había encontrado allí. Así que se había quedado esperando…

dos horas, durante las cuales había tenido tiempo de imaginar lo peor.

Por fin había llegado y la tenía frente a él, con el pelo despeinado y el rostro moreno, más guapa que nunca. Y muy sorprendida de verlo allí.

—Elias.

—¿Dónde has estado? Dyson me dijo que te habías marchado de la oficina a primera hora de la tarde.

—Se lo dije a Rosie. ¿Ha habido algún problema? —parecía realmente preocupada mientras sacaba la llave del bolso.

—Podría haberlo habido y tú no te habrías enterado.

—Pero no lo ha habido, ¿verdad?

—No —era consciente de que estaba haciendo un mundo de todo aquello, pero no podía controlarse—. Bueno, ¿quién era el bombón?

Tallie lo miró boquiabierta.

—¿Qué bombón?

—El tipo de pelo moreno… como lo describió Laura.

Tallie se echó a reír.

—Se llama Maura —le corrigió.

Por él, como si se llamaba Blancanieves.

—¿Quién era?

Tallie abrió la puerta y entró en el apartamento.

—Theo —dijo por fin—. Mi hermano.

—¿Tu hermano? —Elias no entendía por qué de pronto le flaqueaban las piernas.

—Sí. Acaba de llegar de Atenas. Por lo visto estuvo en Santorini, en la casa —le dijo mientras él la seguía al interior del apartamento.

Lo cierto era que en aquel momento a Elias no le importaba nada excepto que el

«bombón» de pelo negro era su hermano.

—Parece ser que había una chica que ha estado torturándolo.

—¿Una chica? —repitió Elias.

—No sé más que eso. Puede que viva en el pueblo.

—Puede —¿a quién le importaba? Desde luego a él no. La única chica que le importaba era la que tenía frente a él. Elias cerró la puerta y apoyó la espalda en ella.

Tallie continuó hablando muy deprisa.

—Quiero mucho a mi hermano, pero a veces es enervantemente reservado. Pero me alegro mucho de haberlo visto. Hacía siglos que no venía por aquí. Me fui con él porque no conseguía hac… —se detuvo de pronto y rehizo la frase—. Quería pasar un rato con él. ¿Qué haces ahí apoyado?

Trataba de mantenerse alejado de ella porque le parecía mejor que arrancarle la ropa y besarla hasta dejarla sin sentido. Pero en cuanto se detuvo a pensarlo se dio cuenta de que era una tontería. Nada podía ser mejor que hacer el amor con Tallie.

—Tienes razón —dijo antes de alejarse de la puerta, acercarse a ella y estrecharla entre sus brazos.

—¡Elias! —Tallie se quedó rígida sólo unos segundos, después dejó caer las muletas y se derritió en sus brazos.

Besar a Tallie, sentir su cuerpo cerca y su aroma embriagándole los sentidos era suficiente para hacerlo sentir bien por primera vez en todo el día. De pronto se sentía en casa. Quizá fuera porque había pasado el día haciendo cosas que habría preferido no tener que hacer; la boda de Mark y Cristina y después dos horas imaginando a Tallie con ese hombre de pelo negro.

Pero ahora estaba allí con ella. Besándola. Y ella lo besaba a él con la misma desesperación. De hecho, enseguida empezó a quitarle la camisa y se disponía a hacer lo mismo con el pantalón…

—¡Tallie!

—¿Sí?

—Así no vamos a poder llegar al dormitorio —dijo, haciendo un esfuerzo por controlarse porque apenas podía pensar cuando estaba con ella.

Pero… ¿quién necesitaba pensar?

La levantó en brazos y la llevó hasta la cama tan rápido como pudo.

—¿Dónde estábamos? —preguntó ella con los ojos brillantes y el rostro sonriente—. Ah, sí, ya me acuerdo —y sus manos volvieron a ponerse manos a la obra hasta que ambos estuvieron completamente desnudos y sin aliento.

Elias estaba a punto de volverse loco. Ansiaba más, por eso se deslizó entre sus piernas, en su calidez.

—Yo —dijo entre dientes—… quiero que esto dure.

—¿Por qué?

—¿Por qué? —la pregunta lo dejó confundido.

Sus labios esbozaron una malévola sonrisa.

—Cuanto antes empecemos, antes podremos hacerlo otra vez —se encogió de hombros y se quedó mirándolo—. Sólo intento utilizar la lógica.

No iba a ser él el que desafiara dicha lógica.

—Como usted diga —susurró justo antes de que sus bocas se fundieran de nuevo en un beso con el que Elias habría deseado hacerla suya, sólo suya. Después empezó a moverse.

No consiguió que durara. Poco después todo su cuerpo empezó a temblar, pero también lo hizo el de Tallie, que explotó de placer con su nombre en los labios.

Después se quedaron el uno en brazos del otro, exhaustos.

Pero no era suficiente.

Acababa de tenerla… y ya la deseaba otra vez.

—¡Se han casado! ¡Mi niña se ha casado! —la voz de su madre le retumbó en la cabeza, un poco más aguda con cada nuevo grito.

«Buenos días a ti también», pensó Elias con desaliento. Helena Antonides no era en absoluto la primera persona con la que le habría gustado hablar aquel día.

Habría preferido que Tallie entrara en su despacho a tentarle con una nueva delicia preparada con sus propias manos. Pero eso no iba a pasar. Había llegado a la oficina, tan sonriente y encantadora como siempre, y había llevado kolaches. Pero, a pesar de los pasteles griegos y de las sonrisas, volvía a ser la presidenta de la empresa.

Lo que seguramente significaba que lo suyo se había convertido en una aventura; ahora eran amantes. Noches de sexo apasionado y días llenos de trabajo.

Y eso era lo que él quería, por supuesto.

Pero…

—¡Elias! ¿Me estás oyendo? —preguntó su madre.

—Sí, mamá. Lo sé —dijo él, lamentándose de haber dejado que Rosie le pasara la llamada. En ese momento le había parecido mejor enfrentarse a su madre antes de que la histeria aumentara.

El día anterior le había hecho prometer a Cristina que llamaría a su madre para contárselo y, por lo que parecía, había cumplido su promesa a primera hora de la mañana. Pero también era obvio que lo que le había dicho no había sido suficiente.

Como de costumbre, era él el que tenía que terminar la conversación.

—Tú estabas allí —le recordó Helena a modo de acusación—. ¡Me dijo que a ti sí que te había invitado!

—Necesitaban un testigo.

—¡Yo también podría haber sido testigo! ¿Por qué no me lo dijiste?

Elias tuvo que apartarse el teléfono para que los gritos no le rompieran el tímpano.

—Porque no era mi boda —dijo él—. La decisión no dependía de mí.

—¿Desde cuándo dejas que tu hermana haga ese tipo de estupideces?

—Es su vida.

—De todos modos, deberías habérmelo dicho. ¿Qué clase de madre no va a la boda de su hija?

—La que no sabe que su hija se va a casar —respondió Elias con toda lógica.

—Ni siquiera tenía vestido. ¿Qué llevaba puesto?

Intentó recordarlo, pero durante la boda no había dejado de pensar en que Tallie debería haber estado a su lado. Al fin y al cabo, era culpa suya que ahora Mark trabajara para la empresa y que formara parte de la familia. Pero del vestido de Cristina no recordaba nada.

—Creo que era morado.

—¡Morado! —cualquiera habría dicho que la policía de la moda arrestaría a su hermana en cuanto volviera a poner el pie en Nueva York.

—Estaba muy guapa —aseguró Elias—. Era su boda, así que era ella la que tenía que elegirlo. A Mark le gustó.

Ni siquiera sabía por qué estaba defendiendo a su hermana cuando en realidad no tenía demasiadas esperanzas de que aquel matrimonio fuera a durar mucho.

Aunque debía admitir que su hermana parecía más segura que nunca y Mark había dicho sus votos con una firmeza que le había sorprendido gratamente.

—Yo debería haber estado allí —protestó su madre.

—Podrás estar cuando llegue el bebé.

—¿El bebé? ¿Qué bebé?

Dios. Había olvidado que no lo sabía.

—Quiero decir que tarde o temprano tendrán un hijo —trató de arreglarlo—. Y

entonces podrás estar allí.

—Un bebé —repitió Helena en un tono de voz completamente diferente.

—Escucha, mamá, tengo que dejarte. Tengo mucho trabajo…

—Pero menos que antes, ahora que tu padre ha contratado a esa chica para que te ayude.

¿Esa chica? ¿Que su padre había «contratado»? Una vez más, Elias se preguntó qué le contaría exactamente su padre a su madre de lo que ocurría en el trabajo.

También se preguntó qué diría Tallie si oyera la descripción que había dado su madre de ella. Sonrió ante la idea de contárselo.

—Así que ahora tendrás más tiempo —continuó diciendo como si estuviera frotándose las manos con impaciencia.

—Mamá, yo…

—Sí, sí. Pero tendrás tiempo para buscar esposa.

—Ya tuve una esposa —le recordó Elias.

—Sí, pero ella nunca fue la adecuada para ti.

—No empieces, mamá.

—Sé que te hizo daño, Elias, pero no puedes pasarte la vida escondido.

—Yo no me escondo.

—No, trabajas, que para el caso es lo mismo.

No podía protestar porque ella no pensaba escucharlo.

—Tengo que dejarte.

—Conozco a la mujer perfecta para ti. ¿Te acuerdas de Sylvia Vrotos? Tiene una prima que tiene una hija…

—Mamá, por favor.

—Es una chica encantadora y tiene un master.

Elias ya conocía a una chica encantadora con un master. Con la que además se acostaba.

—Voy a invitarla a cenar el domingo y así podrás conocerla.

—¡Mamá!

Pero era imposible hacerla callar. De pronto estaba habiéndole de una tal Sophia, de New Haven. Elias empezaba a perder la esperanza de acabar con aquella conversación cuando Rosie llamó a la puerta y le anunció una visita.

—Mamá, tengo que irme —y colgó el teléfono antes de que Helena pudiera decir nada—. Hazlo pasar —le dijo a Rosie.

Cuando volvió a levantar la vista, Elias se encontró con otro miembro de la familia Antonides, uno más moderno y desaliñado.

—¿Peter?

Allí estaba su hermano, ataviado con unos vaqueros llenos de agujeros y una camisa hawaiana con palmeras. Iba sin afeitar y cualquiera hubiera dicho que sin peinar.

—No pongas esa cara. Ya te dije que quería hablar contigo. Como no volviste a llamar… —le dijo en tono acusador.

—Estoy muy ocupado.

—Ya lo veo —dijo mirando a su alrededor.

Llevaba casi tres años sin ver a su hermano. Peter se había ido a estudiar a Hawai hacía diez años, pues, según él mismo le había dicho, era el punto de los Estados Unidos más lejano que había podido encontrar. Desde entonces, sólo lo había visto cuando había necesitado dinero, un dinero que nunca le había devuelto, por supuesto.

En una ocasión Peter le había confesado que no sabía cómo aguantaba trabajar allí, en la empresa de la familia y cuando Elias le había dicho que alguien debía hacerlo, su hermanito había afirmado con total tranquilidad que se alegraba de que ese alguien fuera Elias y no él.

Sólo esperaba que esa vez no pretendiera pedirle nada, y mucho menos dinero.

De todos modos, Elias siguió el rumbo de la conversación superficial que Peter comenzó comentando el traslado de la empresa a Brooklyn.

—Suéltalo, Peter —le dijo Elias cuando se hartó de hablar de cosas que no llevaban a ninguna parte.

—He estado trabajando en una tabla de windsurf.

Para Elias, trabajar y windsurf eran dos términos contradictorios, pues todo lo que había hecho su hermano con su afición al windsurf había sido viajar por todo el mundo y gastarse el dinero de la familia. De todos modos, esperó pacientemente.

—Te enseñaré de qué te estoy hablando —y, al decir eso, salió a recepción para entrar de nuevo con una enorme carpeta de la que sacó multitud de dibujos.

Sorprendentemente, los dibujos que Peter dejó sobre el escritorio tenían gran lujo de detalles y cálculos sobre la velocidad y la energía del viento. Peter parecía empeñado en demostrarle que su diseño sería más fácil de manejar y resultaría muy atractivo para el público. Así continuó hablando durante al menos media hora.

—Bueno, ¿qué piensas? —le preguntó cuando hubo terminado.

Elias, que en realidad había estado pensando en el modo de conseguir que Tallie fuera a su apartamento esa noche, parpadeó, algo confundido.

—¿Sobre qué?

—Sobre la tabla. ¿Es que no has escuchado nada de lo que te he dicho?

—Sí. Es… interesante.

—¿Entonces quieres hacerlo?

—¿Hacer qué? —no le estaría pidiendo que fuera a hacer windsurf.

—¡Por el amor de Dios, Elias! He venido desde Honolulú para enseñarte el proyecto y darte la exclusiva…

—¿La exclusiva? ¿De qué? ¿De hacer tablas de windsurf?

—Claro. ¡Maldita sea, Elias!

—Entonces, no. Maldita sea.

Peter tuvo la mala suerte de ser la gota que colmaba el vaso. Elias estaba harto de todos ellos; de su padre, al que no le interesaba otra cosa que no fuera el golf, comer con sus amigos y navegar; de su madre, que sólo quería casarlo y tener nietos; de Cristina, que iba a cometer la irresponsabilidad de tener un hijo del que nadie sabía nada todavía; y de Peter, que sólo aparecía cuando quería algo.

Su hermano apretó los dientes y guardó los dibujos a toda prisa.

—Gracias por dedicarme tu tiempo y tu atención —dijo, lleno de sarcasmo—.

Me alegro de haberte visto y de comprobar que sigues dispuesto a apoyarme tanto como siempre. No te molestes en acompañarme.

Hasta el suelo tembló con el portazo que dio al marcharse.

Durante un buen rato, Elias se quedó allí sin moverse, preguntándose qué más podría pasar. Sólo quedaban Martha y Lukas por aparecer y contarle alguna locura propia sólo de los Antonides.

Miró a la puerta en silencio, deseando que apareciera Tallie con una sonrisa que volviera a hacerlo feliz.

Pero no ocurrió. Porque la vida no era así. Así que abrió una carpeta e intentó concentrarse. Pero no pudo.